viernes, 30 de julio de 2010

Interludio taurino

Proclamo: no me gusta la feria nacional. Los toros me parecen animales poco de fiar, los toreros un monumento a la soberbia, la industria un ejemplo de insensibilidad, y el ambiente rezuma ranciedad, tipismo y prejuicios. Sólo he asistido a uno de estos espectáculos y fue hace muchísimos años y casi a la fuerza. No me gustó entonces ni me gusta después de contemplarlo por televisión en algunas ocasiones. No obstante, reconozco a la lidia cierto contenido estético que sería aceptable si no incluyera la tortura y la muerte del animal en su ritual. Creo que una sociedad instruida debe abominar de cualquier acto de crueldad indiscriminada hacia los animales, y esa convicción sirve incluso para aquellos que nacen para morir y ser alimento; obviamente todo ser vivo tiene un ciclo vital que conduce a un fin predeterminado establecido por las condiciones de supervivencia inherentes a un equilibrio biológico. Y si aquellos animales que se crían para luego ser consumidos cumplen su misión en esa cadena vital siendo sacrificados, no por ello es aceptable que tengan que sufrir.
Aunque me temo que el concepto de sufrimiento no es bien entendido en muchas sociedades desarrolladas. Pues si el ser humano está condenado a la muerte y el empeño es que ésta se produzca cuanto más tarde mejor, mediante la mejora de las condiciones de vida, no entiendo que se contemple con tal indiferencia cómo millones de personas sufren unas condiciones de vida que merman su salud y reducen considerablemente el camino hacia la muerte. ¿O es que la miseria y la esclavitud no es una forma de sacrificio masivo de seres humanos en beneficio del bienestar de los opulentos? ¿Qué diferencia hay entre sacrificar un cerdo para alimentarnos que llevar a la muerte a una persona explotándola hasta la extenuación en una mina, un cultivo o en una fábrica sin las mínimas condiciones de seguridad, para que podamos disfrutar de artículos tan triviales como un balón de fútbol o un ordenados portátil? Un único matiz distingue un sacrificio de otro: el método. Pero el fin es el mismo, aunque se acepte lo uno como necesario y lo otro como inevitable.
Pero siendo esa evidencia un axioma existencial basado en la soberbia (los animales no tienen derecho al bienestar al carecer de raciocinio) o la impotencia (es imposible meter en vereda a los explotadores por las consecuencias económicas que ello puede acarrear), no puedo aceptar la crueldad como un imponderable y mucho menos como una expresión artística. Mis convicciones me lo impiden. Y menos aún si el argumento se asienta en atavismos y tradiciones, pues una sociedad está obligada a avanzar y para ello ha de liberarse de las ataduras del pasado, sobre todo aquellas que contradicen ese progreso. Entiendo a quienes defienden la tauromaquia en un contexto intransigente e inmovilista, incapaces de discernir entre el espectáculo y sus consecuencias. ¿Es necesario torturar al toro para obtener el placer de contemplar los aspectos más estéticos de la lidia? Al parecer sí; la ceremonia de sangre y sufrimiento del animal, con su muerte como apoteosis de la lucha se defiende como rasgo indispensable de esta exhibición. Y no puedo entenderlo, por mucho que se empeñen en recalcar que el toro existe exclusivamente para esa liturgia, y que sin ella no tendría sentido su existencia. Es como asegurar que las sardinas existen para ser consumidas a la plancha o que toda especie animal que no sirva para algo productivo es precindible y, por lo tanto, exterminable. Aunque a nadie se le ocurre organizar cacerías de gatos monteses aunque éstos no sean útiles, aparentemente. Esa demagogia insultante define ese fundamentalismo taurino, forjado a base de tópicos y consignas discutibles y amortizables en una sociedad avanzada. Lo alarmante es que la convicción de que el toro está hecho para ser maltratado ha arraigado en los códigos de conducta sociales de forma tan poderosa, que cualquier acción que se emprenda en defensa de la integridad del animal es recibida con manifiesta hostilidad.
Decisiones como la aprobada por el Parlament de Catalunya de prohibir las corridas de toros en esa comunidad suelen interpretarse en claves ajenas a su propia naturaleza, arrinconando la controversia que induce a dicha decisión en favor de disputas políticas impregnadas de oportunismo partidista o estratégico. Y es así por una sencilla razón: se legisla sobre el efecto y no sobre su naturaleza. Es decir, si de lo que se trata es de proteger al animal, legíslese sobre ello y no sobre las acciones que procuran ese sufrimiento. Prohibir las corridas de toros es un gesto político con más carga retórica que efectiva. Es como si para evitar que los cerdos sufran se prohibieran los mataderos. Los políticos eluden profundizar en la verdadera causa del rechazo social a las corridas de toros, dejándose llevar por la fuerza de sus defensores en un cálculo electoral perfectamente meditado. Con ello olvidan que el auténtico asunto a debatir no es si un señor vestido de luces cuaja una faena más o menos vistosa en la plaza de toros, sino si es admisible que ese espectáculo procure un maltrato innecesario al animal. En tanto es la protección del toro el motivo principal de ese debate, lo normal hubiese sido legislar sobre el maltrato animal en general estableciendo normas de protección que impidan esas torturas en todos los sentidos. Con ello no se acabaría con la fiesta taurina aunque sí se limitaría su desarrollo, como sucede en otros lugares del mundo donde este espectáculo aún tiene arraigo. De esa forma, además, sería la propia industria taurina la que se iría eclipsando por si sola o bien impulsaría a los empresarios a desarrollar soluciones imaginativas para mantener vivo el espectáculo sin necesidad de esa ceremonia de sangre y muerte; el público, en definitiva, sería quien decidiera si esa tauromaquia es de su agrado. Y con una norma de largo alcance como esa, evitarían paradojas como la autorización de otras actividades no menos bárbaras que se llevan a cabo en numerosos lugares de Cataluña, como pueda ser el espectáculo de los toros embolados.
La política ejemplarizante (prohibir las corridas de toros) no conduce más que a la demagogia, mientras que una regulación que atienda la verdadera naturaleza de la propuesta (el maltrato del animal) contribuiría a establecer las líneas de conducta social necesaria para esa evolución sin mermar la libertad de decisión de los ciudadanos ni dar dos cuartos al pregonero para crispar aún más el debate político con argumentos sonrojantes y una dialéctica propia de un pasado demasiado oscuro como para seguir reivindicándolo.

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