jueves, 22 de julio de 2010

Efectos del destrozo climático en Caniculandia III. Mapa Sonoro 1

Vuelvo de tomar café y siento a mi espalda la presencia de alguien con claros trastornos bronquiales. Avanza más rápido que yo, y pronto oigo con claridad la tormenta que azota su pecho. Carraspea constantemente y, de repente, parece liberarse del ronzal que aprisiona su laringe y ejecuta con virtuosa energía la fanfarria que anuncia la aparición del gargajo; luego, ya casi a mi altura pues puedo atisbarlo con el rabillo del ojo, escupe la miasma con naturalidad de experto y rauda cae a mis pies obligándome a parar en seco mi marcha por no profanar tan viscosa creación de la naturaleza. Pero en ese preciso instante de la ceremonia, un grito espontáneo de asco y reprobación surge de la garganta, menos maltratada y más pura, de una joven que en ese momento se cruza con nosotros y en la que no había reparado expectante como estaba por las evoluciones del bronquítico, quien continúa su marcha como si nada hubiese pasado mientras la mujer y yo intercambiamos una mirada de solidaridad mutua en la que se mezclan mi espanto y su desprecio. Todo en un tránsito fugaz que apenas el producto del suceso, lozano y altivo, prueba que no ha sido una ilusión producida por la sofoquina que ya azota a estas horas tempranas del día.
De regreso a nuestro universo particular después de esa fortuita compañía, reflexiono sobre la trascendencia del gargajo (lapo, escupitajo o como quiera que se le llame en otros lugares de este país) y concluyo que es un atavismo venido a menos. En el imaginario de la fisiología humana, excreciones como el épico sudor, la erótica orina, las ambiguas lagrimas, las desasosegantes heces e incluso las cómicas ventosidades, salvando las distancias semánticas, han adquirido una dimensión literaria de la que el expresivo lapo no disfruta. Vasallo de las emociones, el escupitajo vivió tiempos de gloria en el pasado, casi saboreo las glorias olímpicas en San Luis con un pretendido torneo, inspiró el genio del artesano en la fabricación de escupideras e incluso era empleado por sanadores (saludadores les llamaban) en sus rituales curativos. Fluido patente, mensurable y fiel, no como la caprichosa, etérea y hedionda ventosidad (pedo, perfa, cuesco o como quieran llamarle) o la escurridiza y sucia micción (meada, pipí, et caetera), el esputo es competitivo, no huele mal, se biodegrada con rapidez en la vía pública y es seña de identidad de esforzados iconos del deporte. Sin embargo, no hay clemencia para el pollo en el mundo de la intelectualidad y, menospreciado por todos, olvida su aristocrático origen para convertirse en feroz nihilista, la más perfecta expresión de la rebeldía.

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