lunes, 20 de septiembre de 2010

Efectos del destrozo climático en Caniculandia VI. La pertinaz chancla

Hoy ha llovido en Caniculandia. Se acerca el otoño y con él la piedad climática, la economía de luz y el olor a alcanfor. Aunque para eso, en esta tierra agraciada -según los publicistas- aún queden algunos capítulos. Será por la certeza de que días como el de hoy no son más de anomalías en el cotidiano infierno que ha de durar hasta el Pilar en el mejor de los casos, que los caniculinos se resisten a reservarse los pies para la intimidad del hogar, y aún sean legión quienes insisten en airear sus extremidades meridionales con esa naturalidad que define a quienes abominan de la elegancia. Es muy gracioso observar cómo esos deterministas del calendario bregan por mantener la estabilidad sobre un pavimento diseñado por traumatólogos, subidos en chanclas de variadas formas, materiales y colores, y con los pies calados hasta el tuétano. Caminan con tiento, buscando firmes sólidos al principio y, luego de ser víctimas de alguna losa trampa, chapoteando en los charcos, resignados a su sino. A veces espero un alarde de utilitarismo y que alguno de estos bizarros chancleteros se despoje de tan incómodo complemento y se aventure a caminar descalzo por la calle; sería el supremo acto de conciliación entre el ser y la materia, la auténtica simbiosis del animal con su hábitat. ¿Es posible concebir mayor armonía? Sentir en los pies la mugre en su estado primordial y no como producto de su cínica exposición a los elementos que componen el sustrato por donde transitan presuntamente protegidos por dos tiras y una suela de goma. El culmen de la desidia. Un chancletero puede regresar a su casa y sentirse orgulloso de traer al hogar una suciedad deliberada, patente, rotunda, perfecta...
Pronostican los meteorólogos que mañana volverá a lucir el sol en Caniculandia. Es una buena noticia para quienes hoy hayan superado la prueba de la lluvia sin haberse abierto la crisma. Mañana sus pies volverán a caminar seguros coqueteando con toda la porquería que alfombra las aceras y los jardines por donde atajan para llegar antes a los establecimientos públicos, donde se ufanan en mostrar a sus semejantes esos dedos grotescos coronados de penachos hirsutos y rematados por uñas burocráticas de caprichosas formas, dimensiones, colores y texturas, todo ello formando un conjunto que sugiere cuando no expele ese olor tan familiar que resume su esencia y demuestra que los zapatos sean un signo de civilización.