Ensoñaciones, delirios y tentaciones. Bocetos espontáneos que aspiran a hacerse mayores
domingo, 9 de noviembre de 2008
Orgullo y prejuicio
Viene a propósito el título de la conocida obra de Jane Austen para definir el estado en el que se encuentra el mundo después de los acontecimientos electorales ocurridos esta semana que acaba en los Estados Unidos, pues parece que el género humano en su versión ilustrada haya realizado uno de esos pueriles ejercicios de exorcismo de la memoria con que de vez en cuando jalonan la Historia, al despojarse repentinamente de sus recuerdos para afrontar con renovada perspectiva la llegada al poder del imperio de un negro. ¡UN NEGRO! Sí, un ser humano del mismo color de quienes en media Europa son menospreciados, del color de esos que cada día arriban a nuestras costas exhaustos después de un terrorífico viaje hacia lo impredecible, de quienes se ocultan en las cloacas de nuestro compasivo mundo y esperan al amanecer en una esquina al mejor postor para ser explotados en aras de ese desarrollo que hoy muestra sus vergüenzas. El mundo pudiente está orgulloso de que en el país más poderoso del mundo, cuna y academia de la más abyecta concepción de las relaciones humanas significada en la esclavitud, haya llegado un negro a lo más alto; se enorgullecen quienes repatrían al incauto y exprimen al audaz, quienes les condenan a una pobreza aún más atroz de la que huyen y quienes les reprochan no saber administrar las migajas del festín colonial. E incluso confían a ese negro electo vanas esperanzas para que les saque de la molicie a la que han conducido a sus sociedades, a base de complacer la codicia de unos pocos. Es una de esas ironías que revelan la futilidad de esos líderes que buscan el camino de la trascendencia, un párrafo en la Historia, y en su euforia aún no se han dado cuenta de que ese negro es, como todos los demás, un ser tan vulnerable e insignificante como ellos, capaz o no de alcanzar sus objetivos, pero un ser humano al fin y al cabo. El color no cuenta.
domingo, 12 de octubre de 2008
Arte
Arte es todo aquello que estimula las emociones. Y no hay nada más libre que eso, pues nada ni nadie puede adueñarse de aquello que nos hace humanos. Un sencillo y profundo escalofrío es la señal inequívoca de que lo que vemos, oímos, gustamos, olemos e, incluso, tocamos nos hace sentir vivos. No necesariamente ha de ser una sensación gratificante, pero siempre será patente. Luego cada cual debe interpretar esos sentimientos y concluir sobre sus preferencias. Acotar la creación es totalitarismo. La capacidad de elección es signo de raciocinio y libertad. Y si se hubiese impuesto el deseo canónico de los ortodoxos acerca del arte, aún estaríamos pintando monigotes en las cavernas.
miércoles, 28 de mayo de 2008
Zafón grita libertad entre los barrotes de su nueva novela
Título: 'El juego del ángel'
Autor: Carlos Ruiz Zafón
Editorial: Planeta (24,50 euros. 667 páginas)
Todo laberinto tiene su minotauro”, revela el viejo Isaac, guardián del Cementerio de los Libros Olvidados, a un atribulado David Martín antes de que se aventure por las galerías de este misterioso lugar. Después de leer ‘El juego del ángel’, el esperadísimo retorno de Carlos Ruiz Zafón al tajo editorial, uno se pregunta cuál será el monstruo que acecha al escritor en el dédalo de su cotidiano deambular, para haberle hecho sucumbir a la complacencia en esta, no obstante y ante todo, interesante novela –¿el miedo al fracaso si hubiese antepuesto su desbordante talento literario a las exigencias del mercado editorial, tal vez? Al fin y al cabo, son legión los grandes escritores que, en algún momento de su carrera, han sometido su genio al convencionalismo de la popularidad, inventando productos tan eficientes como insustanciales, a modo de peaje para una libertad creativa permeable a los dividendos que, una vez el riñón cubierto, fluye en majestad sorprendiendo a unos y decepcionando a muchos. ‘¡Hay que vivir!’, es el lema de muchos de estos mercenarios de las letras –y si es con desahogo, mucho mejor, se imponen los más procaces–, pero si como imagino, bulle en su interior el magma de la gran literatura, ésa que es imperecedera aunque no ecuménica, como percibo en el caso de Ruiz Zafón –y basta con echar un vistazo desprejudiciado a su producción anterior a ‘La sombra del viento’ para comprobarlo–, es de esperar que, tarde o temprano, la inercia del cuerno de la abundancia le permita ofrecer a los amantes de las letras una buena ración de ese genio que se agazapa burlón entre los párrafos inertes de ‘El juego del ángel’.
Ruiz Zafón se vuelve a pertrechar para esta aventura literaria de las herramientas precisas para recorrer los universos del romanticismo, el folletín decimonónico, la novela gótica y el impresionismo cinematográfico, invocando a sus fantasmas en un aparatoso banquete fáustico. A la cita acuden prestos los fantasmas de Dickens y su peculiar concepto de la justicia poética, el tremendismo emocional de Dumas, el terror atávico de Shelley, Stocker o Becquer; las atmósferas tormentosas y amenazantes de Schiller o el Duque de Rivas; los claroscuros que impregnaran las intrigas de Poe, o el tenebrismo de la mejor novela gótica, con Walpole, Maturin o Radcliffe a la cabeza; y por supuesto, la presencia innegable del genio de Goethe. Referentes literarios de categoría que se mezclan con evidentes préstamos de las peores versiones cinematográficas sobre el mercadeo de almas, a saber ‘El corazón del Ángel’, de Alan Parker, o ‘Pactar con el diablo’, de donde Zafón escoge descarados recursos argumentales para insuflar tensión a su relato en pasajes de la novela como la sensación de Martín de habitar en el cuerpo de otra persona, o las extrañas y oportunas muertes de quienes se interponen en el camino que marca el intrigante Corelli al incauto protagonista. La profusión de escenarios sombríos y amenazantes, la ambigüedad de los personajes –de la que sólo se salvan Sempere, la maravillosa Isabella y el impagable Don Basilio, desbordantes de humanidad y naturalidad- y un medido toque sobrenatural dotan a la novela de los elementos necesarios para urdir una trama apasionante que despierta el interés del lector de la primera a la última página, la cual se convierte en implacable guardesa de un final indeseable que, al menos, oculta la agridulce esperanza de lo que vendrá en la siguiente entrega, que espero no se demore otros siete años. Sin embargo, es complicado eludir los innumerables orificios por donde se desangra una historia inanimada, sobrada de asepsia y a ratos dolorosamente previsible, lastrada por un exceso de referentes que la convierten en un trivial ejercicio de diletancia que subyuga un argumento a priori original que, sin embargo, se diluye como un azucarillo en un mar de artificio, resuelto eso sí con admirable técnica, prosa pulquérrima y cuidado estilo.
Aunque, en honor a la verdad, con un buen argumento, estilo sencillo y comprensible, gran sentido del ritmo narrativo, diálogos ágiles y reveladores, precisas dosis de tensión, sentido del humor y humanidad; todo ello situado en un escenario reconocible o, al menos, accesible, con personajes y situaciones verosímiles maceradas con certeros toques de fantasía y descripciones profusas pero no arduas y, sobre todo, congruentes y elucidas, no es difícil captar adeptos y, visto lo visto, resulta incluso saludable que el común de los mortales encuentre el camino de la lectura con este libro. Debo ser ecuánime y reconocer que ‘El juego del ángel’ es una novela tan atractiva como absorbente, un artificio de precisión en el que no sobra ni una coma; listo para ser leído de una tacada y disfrutarlo sin ambages.
La trama: David Martín es un escritor que despilfarra su enorme talento en noveluchas de intriga que firma bajo seudónimo, por encargo de un par de editores con pocos escrúpulos y demasiado codiciosos. El serial alcanza un insospechado éxito y decide entonces escribir la novela de su vida, que resulta ser un fracaso al verse ensombrecida por la obra de Pedro Vidal, un destacado miembro de la adinerada burguesía catalana de principios del siglo XX, además de su amigo y protector. El descenso a los infiernos de David se ve espoleado por la traición del propio Vidal, quien le roba al amor de su vida, Cristina, y por la certeza de una muerte segura y cercana a causa de un cáncer recién diagnosticado. Resignado a su suerte, Martín decide entonces atender las reiteradas llamadas de un misterioso editor parisino que le ofrece una generosa cantidad de dinero y la posibilidad de seguir viviendo a cambio de que escriba un libro como jamás se ha hecho. A pesar de lo extravagante de la obra y de lo inquietante de la oferta, Martín acepta y, desde ese mismo momento, será víctima de un formidable complot en el que nada es lo que parece y donde la muerte acecha por doquier.
El alma: Pero ¡cuidado! La novela tiene trampa. Déjenme que descubra ahora ese espíritu burlón al que me refería al principio y perdóneseme la audacia al revelar una sencilla sospecha.. Pero creo que esta historia es un exorcismo para el propio autor, empeñado en revelar al lector perspicaz su alma despojada del artificio comercial que tiraniza la obra enferma de éxito. Para un animal literario declarado como Ruiz Zafón debe ser muy pesado el yugo del convencionalismo impuesto por la popularidad, que limita inevitablemente la libertad creativa en beneficio de lo comprensible y superficial. Y David Martín se me antoja trasunto del autor cautivo de su circunstancias en una genial metáfora de esa prisión de marfil, decorada del amargo sarcasmo empleado en el grotesco tratamiento que dispensa a la mayoría de sus personajes; en el afán didáctico respecto al oficio de la escritura; y en el maravilloso combate dialéctico que mantiene con su joven ayudante, Isabella, y el conspicuo Sempere, perfectos antagonistas del autor-personaje pusilánime en su huida de la mezquindad que amenaza con aniquilarlo. ‘El juego del ángel’ se convierte así en un magnífico ejercicio de metaliteratura purificador de su genio literario, una protesta soterrada hacia sí mismo, hacia su aceptada condena, amén de una exquisita alegoría del sometimiento del autor a los rigores del mercado, culminada con ese trágico homenaje a la inmortalidad de la memoria y de los hechos, a pesar de que el alma se haya convertido en relleno de marioneta.
Y Barcelona. Es imposible acabar esta reseña sin hacer mención al gran escenario de ‘El juego del ángel’. La ciudad literaria por antonomasia, hechicera de escritores que han rendido sus genios ante su embrujo: Mendoza, Marsé, Vázquez Montalbán, Casavella y tantos otros han glosado sus rincones y han hecho deambular a sus personajes por ellos, en busca del amor o la muerte. Ruiz Zafón se suma a esta cohorte de rapsodas para rendir homenaje a la ciudad y a quienes la han dotado de alma. En ‘El juego del ángel’ volvemos a una Barcelona sincrética, en la que miseria y lujo se dan la mano para naturalizarla. Sórdidos callejones, inhóspitos cuartuchos en decrépitas pensiones, lujosas casonas que esconden mil y un secretos, monumentos que contemplan impávidos el bullir de sus gentes, rincones escondidos donde se emboscan el peligro y el deseo… Barcelona evocadora que el escritor convierte a la vez en el tablado donde se representa este magnífico retablo de marionetas y en ese inmensurable Deus ex machina que mueve los hilos de unos títeres privados de sus destinos.
Ingeniosa perspectiva de la conquista de México
Título: El aliento negro de Dios.
Autor: Manuel Nonídez
Editorial: Drakul (13 euros. 423 paginas)
Desde la primera palabra advierto que esta es una novela extraordinaria. Escrita con el estilo propio del Siglo de Oro, Manuel Nonídez –recuérdese bien este nombre– regala una de las lecturas más ingeniosas, vigorosas y apasionantes de cuantas han caído en mis manos este año y, yo diría, que en los últimos tiempos. Sobrada de desparpajo y carente de prejuicios, ‘El aliento negro de Dios’ es toda una sorpresa y la prueba de que en este país aún no todo está perdido en el mundo de la creación literaria. Cierto es que, en conjunto, la novela del autor madrileño es un ejercicio de estilo, pero basta con sumergirse en su lectura para constatar que no hay ni un ápice de artificio en su composición y, más bien al contrario, consigue de su ingente trabajo una naturalidad tan sorprendente que, a ratos, hace olvidar que ha sido escrita hace un año y no en el siglo XVI.
Narra Nonídez en su novela la aventura de un picaruelo sevillano que se va a hacer las ‘américas’, huyendo de las consecuencias de su mala cabeza, y termina enrolado en una de las peripecias más apasionantes de aquel episodio, tal es la expedición de Hernán Cortés a las tierra que luego se conocerían como México. Francisco vivirá y narrará su peripecia con esa sencillez que emana del pueblo, mezclando su experiencia personal con las gestas del conquistador, ofreciendo así una perspectiva nueva de aquellos sucesos.
La trama, si bien deudora del más puro imaginario de la época, resulta innovadora al conceder la voz a un vulgar pueblerino, con lo que al rigor de lo narrado se suma la espontaneidad del punto de vista de quien lo narra, haciendo recordar en muchos momentos al Pablos quevedesco metido en empresas de mucho más calado. Y la perspectiva temporal y bibliográfica con la que cuenta el autor para contextualizar la acción de su relato, lo dota de un interés histórico insólito que divierte a la vez que enriquece. Todo ello se une a la intensidad del relato, sustentado por una intriga yuxtapuesta que, si bien da sentido a la historia no se echaría de menos si hubiese renunciado a ella. No obstante, es un mal menor que pasa desapercibido y no merma la calidad de la narración, pues ésta goza de identidad propia. Tanto que incluso rebaja el esfuerzo que supone la lectura de un texto forjado con un lenguaje complejo para la comprensión del lector actual.
‘El aliento negro de Dios’ es una de esas novelas que, de vez en cuando, nos reconcilian con la literatura y si en 1987, Juan Eslava Galán obtuvo el Planeta con un ejercicio similar plasmado en su magnífica novela ‘En busca del unicornio’, esta obra debería colocar a Nonídez en la primera línea de la creación literaria española, tanto por el magnífico trabajo de recuperación de un estilo riquísimo pero casi olvidado, como por la capacidad de fabulación y entretenimiento. Chapeau.
lunes, 5 de mayo de 2008
Portishead amortizan su estilo
Intérprete: Portishead
Título: 'Third
Título: 'Third
Compañía: Island
Estilo: Rock (Por llamarlo de alguna manera)
La gran pregunta es: ¿Es la voz de Portishead la más adecuada para algo que no suena a Portishead, salvo en contados ratos? La respuesta es doble. No, si nos circunscribimos al estilo que les hizo famosos en la pasada década. Sí, si hacemos un esfuerzo por relativizar el resultado de este su esperadísimo tercer disco. Beth Gibbons ha sido el alma del grupo, la seña de identidad de un sonido evocador y complejo que marcó un estilo irrepetible por mucho que se empeñen los hagiógrafos del trip hop. Esa voz doliente y serena sigue en 'Third' en plenitud de facultades, pero la reinvención del envoltorio sonoro la descontextualiza y da la sensación de que se asiste más a un experimento que a la continuación de un estilo con personalidad propia, que sí se percibe en temas como 'Plastic' o 'Small', pero que queda difuminado por ese empeño en huir de estereotipos asumido por sus artífices, y de ahí que surjan de la nada artificios como la industrial 'Machine gun' o la casi infantil 'Deep water'. Ahora bien, dicho eso es necesario reconocer que 'Third' no es un trabajo desdeñable. Al contrario, los otros dos tercios del grupo, Adrian Utley y Geoff Barrow, se encomiendan con no poca inspiración a una faena encomiable plena de emociones e intensidad que gana en abstracción pero que conserva la atmósfera envolvente y evocadora que marcó sus trabajos anteriores. Por eso es preferible optar por la renovación de afectos y acoger este trabajo como lo que es: un acto de renovación sin perder la esencia, no otra que la voz de Gibbons, aunque se le envuelva de ritmos más sencillos, acelerados, luminosos y, en ocasiones, ¡irritantes! Quizás sea necesario aguardar al siguiente trabajo para comprobar si 'Third' es el inicio de una nueva época a la que habrá que acostumbrarse o si simplemente se trata de un experimento con gaseosa.
Otras obras:
- 'Dummy'
- 'Portishead'
- 'PNYC' (Concierto en directo)
martes, 22 de abril de 2008
Una gran novela negra
LA TERCERA VIRGEN.
Fred Vargas
Traducción: Anne-Hélène Suárez.
Siruela (19,90 euros).
El género negro puede sentirse a salvo por los cuidados que le dispensan escritores como Fred Vargas, quien, con novelas como esta demuestran que el ingenio no es un vestigio del esplendoroso pasado literario de la vieja Europa –cuando las letras tenían un poder sobre las gentes insólito hoy en día- sino una realidad manifiesta que, eso sí, necesita de las atenciones de los editores para alcanzar la notoriedad popular que merecen. Por fortuna hay editoriales que, como Siruela, muestran su clara intención reivindicativa de una narrativa demasiado expuesta a las adulteraciones de la avidez mercantil y la aridez que impera en el gremio de fabuladores. Así que, en principio, un inopinado hurra por la editorial por cosechar calidad allá donde pone sus intereses.
Y dicho esto, entro en materia. La criatura literaria de Vargas, el comisario de policía Jean Baptiste Adamsberg, se ve envuelto en un asunto de faldas –o quizás varios, según se mire. La aparición de los cadáveres de dos fornidos buscavidas en un conflictivo barrio de París coincide con varios encuentros en la peculiar existencia del inspector: Claire Langevin, una enfermera que mató a decenas de ancianos y que Adamsberg arrestó tiempo atrás se ha fugado de la prisión donde cumplía condena; Ariane Lagarde, una médico forense famosa en todo el país por sus investigaciones sobre la conducta criminal, pero cuyo genio quedó en evidencia ante la perspicacia de Adamsberg en la resolución de un complicado caso varios años antes, se vuelve a cruzar en la vida del policía al ocupar el puesto del forense oficial, el doctor Romain, sumido en una profunda depresión; Camille, la ex compañera del investigador, quien inicia una tórrida relación con Veyrenc, un policía recién incorporado a su brigada y con quien comparte un paisanaje marcado por un inquietante y violento suceso ocurrido en su juventud; y Santa Clarissa, el fantasma de una monja que vivió en el siglo XVIII y que la contundencia de los puños de un curtidor evitó que la madre de éste se convirtiera en la octava anciana que enviaba al paraíso mediante métodos poco ortodoxos, cometidos en la vieja casona que acaba de comprar en el centro de la ciudad. Todas ellas son piezas del enorme rompecabezas que Adamsberg debe resolver con la ayuda de los componentes de su brigada, cada cual con sus rarezas, que componen un auténtico mosaico de la condición humana y se mueven en el límite entre la naturalidad y la extravagancia, dotando a la historia de un extraordinario toque teatral que, al margen de excesos, constituye la materia prima de la originalidad de sus propuestas e insufla humor y ternura a la truculencia que preside sus intrigas. El resultado es un suspense sólido, sórdido y, a la vez humano y amable, pero siempre emocionante y vigoroso.
La trama urdida por la escritora contribuye a reforzar ese ambiente arquetípico de la escena francesa, con personajes deformados en su propia naturaleza, llevados al límite de sus sentimientos y sometidos a sus conciencias. Aquí recurre a lo fabuloso para eviscerar el alma de sus personajes, sometidos a un aluvión de emociones que les pone a prueba en todo momento con el que recupera los elementos de la novela romántica: celos, venganza, ambición, codicia, amor… Hasta el extremo en que la propia intriga pasa a un segundo plano, convirtiéndose en potente amalgama de una tragicomedia que debe mucho al folletín decimonónico. Tumbas profanadas en las que yacen mujeres vírgenes, sombras siniestras en cementerios oscuros de la Normandía profunda, ciervos masacrados a los que se les extrae el corazón, libros antiguos con pócimas que conceden la vida eterna, robos de reliquias… Y todo ello envuelto en el misterioso lenguaje de la poesía –impagable el personaje de Veyrenc, quien expresa sus reflexiones en versos alejandrinos, pues en ella está la clave de este galimatías lleno de sobresaltos, ingenio y tensión. Un relato que acapara la atención del lector casi sin proponérselo, poniendo a prueba su perspicacia a base de magníficas trampas argumentales que deparan sorpresas por doquier y que le conducen a un magnífico e inesperado desenlace que, en realidad, se multiplica al concentrar en él los distintos frentes que se abren ante el protagonista. Ya que en esta novela todo está relacionado en torno a un centro de gravedad que ocupa el comisario Adamsberg, una de esas criaturas que por méritos propios debe tener plaza fija en el panteón de los héroes literiarios.
Fred Vargas
Traducción: Anne-Hélène Suárez.
Siruela (19,90 euros).
El género negro puede sentirse a salvo por los cuidados que le dispensan escritores como Fred Vargas, quien, con novelas como esta demuestran que el ingenio no es un vestigio del esplendoroso pasado literario de la vieja Europa –cuando las letras tenían un poder sobre las gentes insólito hoy en día- sino una realidad manifiesta que, eso sí, necesita de las atenciones de los editores para alcanzar la notoriedad popular que merecen. Por fortuna hay editoriales que, como Siruela, muestran su clara intención reivindicativa de una narrativa demasiado expuesta a las adulteraciones de la avidez mercantil y la aridez que impera en el gremio de fabuladores. Así que, en principio, un inopinado hurra por la editorial por cosechar calidad allá donde pone sus intereses.
Y dicho esto, entro en materia. La criatura literaria de Vargas, el comisario de policía Jean Baptiste Adamsberg, se ve envuelto en un asunto de faldas –o quizás varios, según se mire. La aparición de los cadáveres de dos fornidos buscavidas en un conflictivo barrio de París coincide con varios encuentros en la peculiar existencia del inspector: Claire Langevin, una enfermera que mató a decenas de ancianos y que Adamsberg arrestó tiempo atrás se ha fugado de la prisión donde cumplía condena; Ariane Lagarde, una médico forense famosa en todo el país por sus investigaciones sobre la conducta criminal, pero cuyo genio quedó en evidencia ante la perspicacia de Adamsberg en la resolución de un complicado caso varios años antes, se vuelve a cruzar en la vida del policía al ocupar el puesto del forense oficial, el doctor Romain, sumido en una profunda depresión; Camille, la ex compañera del investigador, quien inicia una tórrida relación con Veyrenc, un policía recién incorporado a su brigada y con quien comparte un paisanaje marcado por un inquietante y violento suceso ocurrido en su juventud; y Santa Clarissa, el fantasma de una monja que vivió en el siglo XVIII y que la contundencia de los puños de un curtidor evitó que la madre de éste se convirtiera en la octava anciana que enviaba al paraíso mediante métodos poco ortodoxos, cometidos en la vieja casona que acaba de comprar en el centro de la ciudad. Todas ellas son piezas del enorme rompecabezas que Adamsberg debe resolver con la ayuda de los componentes de su brigada, cada cual con sus rarezas, que componen un auténtico mosaico de la condición humana y se mueven en el límite entre la naturalidad y la extravagancia, dotando a la historia de un extraordinario toque teatral que, al margen de excesos, constituye la materia prima de la originalidad de sus propuestas e insufla humor y ternura a la truculencia que preside sus intrigas. El resultado es un suspense sólido, sórdido y, a la vez humano y amable, pero siempre emocionante y vigoroso.
La trama urdida por la escritora contribuye a reforzar ese ambiente arquetípico de la escena francesa, con personajes deformados en su propia naturaleza, llevados al límite de sus sentimientos y sometidos a sus conciencias. Aquí recurre a lo fabuloso para eviscerar el alma de sus personajes, sometidos a un aluvión de emociones que les pone a prueba en todo momento con el que recupera los elementos de la novela romántica: celos, venganza, ambición, codicia, amor… Hasta el extremo en que la propia intriga pasa a un segundo plano, convirtiéndose en potente amalgama de una tragicomedia que debe mucho al folletín decimonónico. Tumbas profanadas en las que yacen mujeres vírgenes, sombras siniestras en cementerios oscuros de la Normandía profunda, ciervos masacrados a los que se les extrae el corazón, libros antiguos con pócimas que conceden la vida eterna, robos de reliquias… Y todo ello envuelto en el misterioso lenguaje de la poesía –impagable el personaje de Veyrenc, quien expresa sus reflexiones en versos alejandrinos, pues en ella está la clave de este galimatías lleno de sobresaltos, ingenio y tensión. Un relato que acapara la atención del lector casi sin proponérselo, poniendo a prueba su perspicacia a base de magníficas trampas argumentales que deparan sorpresas por doquier y que le conducen a un magnífico e inesperado desenlace que, en realidad, se multiplica al concentrar en él los distintos frentes que se abren ante el protagonista. Ya que en esta novela todo está relacionado en torno a un centro de gravedad que ocupa el comisario Adamsberg, una de esas criaturas que por méritos propios debe tener plaza fija en el panteón de los héroes literiarios.
lunes, 21 de abril de 2008
La consagración de una voz
Intérprete: Lizz Wright
Título: 'The Orchard'
Compañía: Verve-Universal
Estilo: Jazz
Dicen que es la reencarnación de Billie Holiday y, si bien como referencia puede pasar, Lizz Wright tiene suficiente personalidad como para instaurar una nueva fuente de la que beban futuras cantautoras de jazz, pues su voz intensa y satinada goza de una fuerza tan extraordinaria que cualquier comparación resulta odiosa. Este es uno de esos trabajos que invitan a cerrar los ojos y dejarse envolver por las cadencias de una voz arrullada por la excelente música de un ecléctico grupo de intérpretes que se rinden al poderío de la cantante, renunciando a sus estereotipos. Así, Joey Burns y John Convertino, almas del grupo de rock fronterizo Calexico, prestan su destreza en la fusión de estilos para reforzar esa atmósfera sureña que evoca el dramatismo del blues puro que se forjó a golpe de látigo. Wright, que ya sorprendió con sus anteriores trabajos 'Salt' (Verve. 2003) y 'Dreaming Wide Awake' (Verve. 2005), se consagra con esta orquídea de belleza aterciopelada y emociones desatadas.
Título: 'The Orchard'
Compañía: Verve-Universal
Estilo: Jazz
Dicen que es la reencarnación de Billie Holiday y, si bien como referencia puede pasar, Lizz Wright tiene suficiente personalidad como para instaurar una nueva fuente de la que beban futuras cantautoras de jazz, pues su voz intensa y satinada goza de una fuerza tan extraordinaria que cualquier comparación resulta odiosa. Este es uno de esos trabajos que invitan a cerrar los ojos y dejarse envolver por las cadencias de una voz arrullada por la excelente música de un ecléctico grupo de intérpretes que se rinden al poderío de la cantante, renunciando a sus estereotipos. Así, Joey Burns y John Convertino, almas del grupo de rock fronterizo Calexico, prestan su destreza en la fusión de estilos para reforzar esa atmósfera sureña que evoca el dramatismo del blues puro que se forjó a golpe de látigo. Wright, que ya sorprendió con sus anteriores trabajos 'Salt' (Verve. 2003) y 'Dreaming Wide Awake' (Verve. 2005), se consagra con esta orquídea de belleza aterciopelada y emociones desatadas.
La trágica broma de la existencia
EL DIA DE LOS INOCENTES
Josip Novakovich
T: Jordi Giménez Samanes.
El Andén (20,50 euros)
Josip Novakovich
T: Jordi Giménez Samanes.
El Andén (20,50 euros)
El 1 de abril de 1948 –día de los inocentes en Croacia- nace Ivan Dolinar, quién desde ese momento entablará una permanente batalla entre su ansia de poder y la fatalidad. Llamado a emprender grandes empresas, verá como la casualidad le marcará un camino bien distinto en esta peripecia vital, en la que se mezcla el realismo más crudo con esa magia que fluye en las sociedades impregnadas por el poder de las tradiciones, como es la balcánica. Con esos presupuestos, Novakovich construye esta sencilla epopeya de la vida cotidiana, impregnándola de una maravillosa ironía, ingenioso humor negro y certeras dosis de surrealismo, que la convierten en un magnífico ejemplo de esa literatura profunda revestida del naturalismo preciso para hacerla accesible a cualquier lector amante de las buenas historias. Huye el autor croata de grandilocuencias para narrar esta peripecia existencial que bien podría parecer una broma, de no ser por la dolorosa certeza de que los sucesos que componen el corpus del relato son más que reales, y basta con recurrir a la memoria reciente de Europa para comprobarlo. Pero, como bien se refleja en el cine hecho en esa parte del continente, con Jan Cvitkovic o Emir Kusturica de arietes, Novakovich echa mano del sentido del humor para afrontar la tragedia con una actitud desprendida y casi resignada que la hace más digerible para el observador profano, y matiza el horror mediante la propia conducta fatalista de los personajes, para quienes la vida y la muerte parecen meros trámites.
Ivan Dolinar es un personaje contradictorio, cautivo de ese sentido trágico de la existencia, asume con estoicismo el envite de las circunstancias pues, apartado de su prometedora carrera de médico y condenado a cuatro años de trabajos forzados al verse mezclado de forma fortuita en los, más deseados que patentes, planes de un compañero de estudios para asesinar al mariscal Tito, aún es capaz de conmoverse al ver el cadáver de éste crucificado en la plaza de un pueblo bosnio durante la guerra civil en Yugoslavia, y aun reconocer que a pesar de haberle destrozado la vida echa de menos los buenos ratos pasados en su compañía. Esa peculiar interpretación de las emociones se repite en la relación que el protagonista mantiene con el asesino de su mejor amigo, el jefe de policía Vukic, con quien tras la guerra comparte su afición al ajedrez y la fascinación por la esposa de éste, a quien seduce no por malicia ni venganza sino por la necesidad de hallar un sentido a su propia y tormentosa relación matrimonial con Selma, una bella estudiante que, asimismo, acepta casarse con Iván como mal menor tras ser brutalmente violada por un capitán serbio. Todo ello son retazos de una experiencia marcada por esa fatalidad que aceptan como esencia de sus vidas, lo cual significa el matiz que distingue esta emocionante historia de criaturas al límite que, sin embargo, despliegan una insólita capacidad de adaptación a lo inevitable.
Novakovich estructura la historia de Ivan en escenas y sensaciones, que definen cada uno de los episodios de su vida a la vez que participan al lector de la evolución histórica de un país en descomposición y unas gentes que se debaten entre la esperanza y el estupor. El resultado es una novela impresionante, cruda a ratos, divertida otros, tierna y emocionante que revela el genio de un autor a descubrir, y una literatura a reivindicar. Una narrativa que se nutre de vivencias, de sensaciones y de ese sentido trágico de la vida que hace pensar si sus criaturas no son víctimas de una eterna inocentada.
En esas escenas demuestra Novakovich su dominio de los tiempos y las sensaciones, pues pasa del amable relato de costumbres, tierno y descriptivo, a la intensidad en la escalofriante narración de la guerra que expone de forma deshinibida pero contenida, sin recrearse en detalles escabrosos en beneficio de las emociones y comportamientos, hasta llegar al clímax del desenlace, donde da rienda suelta al ingenio para componer un ejercicio de realismo mágico tragicómico con el que muestra los contrastes de la personalidad de esas sociedades marcadas por una amarga ironía que las hace inigualables. Todo está dispuesto de forma precisa y dotado de sus ritmos adecuados, aunque prevalezca en todo momento un halo de melancolía, esa que alimenta la peculiaridad de gentes errantes en busca de una identidad y que tienen a la muerte como a la vida como un tránsito hacia no saben bien dónde. Aunque eso parece dar igual.
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