martes, 22 de abril de 2008

Una gran novela negra


LA TERCERA VIRGEN.
Fred Vargas
Traducción: Anne-Hélène Suárez.
Siruela (19,90 euros).


El género negro puede sentirse a salvo por los cuidados que le dispensan escritores como Fred Vargas, quien, con novelas como esta demuestran que el ingenio no es un vestigio del esplendoroso pasado literario de la vieja Europa –cuando las letras tenían un poder sobre las gentes insólito hoy en día- sino una realidad manifiesta que, eso sí, necesita de las atenciones de los editores para alcanzar la notoriedad popular que merecen. Por fortuna hay editoriales que, como Siruela, muestran su clara intención reivindicativa de una narrativa demasiado expuesta a las adulteraciones de la avidez mercantil y la aridez que impera en el gremio de fabuladores. Así que, en principio, un inopinado hurra por la editorial por cosechar calidad allá donde pone sus intereses.
Y dicho esto, entro en materia. La criatura literaria de Vargas, el comisario de policía Jean Baptiste Adamsberg, se ve envuelto en un asunto de faldas –o quizás varios, según se mire. La aparición de los cadáveres de dos fornidos buscavidas en un conflictivo barrio de París coincide con varios encuentros en la peculiar existencia del inspector: Claire Langevin, una enfermera que mató a decenas de ancianos y que Adamsberg arrestó tiempo atrás se ha fugado de la prisión donde cumplía condena; Ariane Lagarde, una médico forense famosa en todo el país por sus investigaciones sobre la conducta criminal, pero cuyo genio quedó en evidencia ante la perspicacia de Adamsberg en la resolución de un complicado caso varios años antes, se vuelve a cruzar en la vida del policía al ocupar el puesto del forense oficial, el doctor Romain, sumido en una profunda depresión; Camille, la ex compañera del investigador, quien inicia una tórrida relación con Veyrenc, un policía recién incorporado a su brigada y con quien comparte un paisanaje marcado por un inquietante y violento suceso ocurrido en su juventud; y Santa Clarissa, el fantasma de una monja que vivió en el siglo XVIII y que la contundencia de los puños de un curtidor evitó que la madre de éste se convirtiera en la octava anciana que enviaba al paraíso mediante métodos poco ortodoxos, cometidos en la vieja casona que acaba de comprar en el centro de la ciudad. Todas ellas son piezas del enorme rompecabezas que Adamsberg debe resolver con la ayuda de los componentes de su brigada, cada cual con sus rarezas, que componen un auténtico mosaico de la condición humana y se mueven en el límite entre la naturalidad y la extravagancia, dotando a la historia de un extraordinario toque teatral que, al margen de excesos, constituye la materia prima de la originalidad de sus propuestas e insufla humor y ternura a la truculencia que preside sus intrigas. El resultado es un suspense sólido, sórdido y, a la vez humano y amable, pero siempre emocionante y vigoroso.
La trama urdida por la escritora contribuye a reforzar ese ambiente arquetípico de la escena francesa, con personajes deformados en su propia naturaleza, llevados al límite de sus sentimientos y sometidos a sus conciencias. Aquí recurre a lo fabuloso para eviscerar el alma de sus personajes, sometidos a un aluvión de emociones que les pone a prueba en todo momento con el que recupera los elementos de la novela romántica: celos, venganza, ambición, codicia, amor… Hasta el extremo en que la propia intriga pasa a un segundo plano, convirtiéndose en potente amalgama de una tragicomedia que debe mucho al folletín decimonónico. Tumbas profanadas en las que yacen mujeres vírgenes, sombras siniestras en cementerios oscuros de la Normandía profunda, ciervos masacrados a los que se les extrae el corazón, libros antiguos con pócimas que conceden la vida eterna, robos de reliquias… Y todo ello envuelto en el misterioso lenguaje de la poesía –impagable el personaje de Veyrenc, quien expresa sus reflexiones en versos alejandrinos, pues en ella está la clave de este galimatías lleno de sobresaltos, ingenio y tensión. Un relato que acapara la atención del lector casi sin proponérselo, poniendo a prueba su perspicacia a base de magníficas trampas argumentales que deparan sorpresas por doquier y que le conducen a un magnífico e inesperado desenlace que, en realidad, se multiplica al concentrar en él los distintos frentes que se abren ante el protagonista. Ya que en esta novela todo está relacionado en torno a un centro de gravedad que ocupa el comisario Adamsberg, una de esas criaturas que por méritos propios debe tener plaza fija en el panteón de los héroes literiarios.

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