viernes, 19 de junio de 2009

Erase una vez en verano I

Rascayú, a quien la muerte reservaba la virtud de la humildad; María Sarmiento, a merced de los elementos; y Pichote, santo varón de los tontos: polímeros extravagantes de un compuesto inmaterial tejido con retales de imaginación, iconos ancestrales que deambulan por el laberinto de la tradición. Horda insólita que asalta el recuerdo sembrando melancolía entre quienes aún se aferran a ese pasado brumoso que se empeña en perdurar a pesar del imperio de la estulticia. Quizás sea porque el sol quema con los terroríficos termómetros como notarios de su poder que mi mente se descuajeringa en miríadas de imágenes inconexas que, sin embargo, cobran sentido en dúctiles emociones.
Yo, que tengo como lema aquello del sayo y el cuarenta de mayo, creo un insulto que la realidad contravenga la tradición y que en medio de junio sufra los rigores del calor hasta el extremo de despojar mi cama del acogedor cobertor y mostrarme a las tinieblas de la guisa que tengo reservada para el estío riguroso, es decir dormir en pelotas. Eso me descompone y aunque no entienda las exageradas reacciones del vulgo ante el envite climático, no puedo soslayar un jirón de solidaridad con los sudoríparos, más cuando yo mismo he de combatir con denuedo los fluidos que mi cuerpo se empeña en excretar sin criterio.
Como mi capacidad olfativa está estragada por la acción del bendito tabaco, me ahorro sentir los aromas que expelen las criaturas con las que tengo la desgracia de cruzarme en las cada vez más escasas ocasiones que decido mezclarme con ellas; y sólo aquellas que gustan de conservar la esencia hasta alcanzar lo añejo me hacen sentir parte de la humanidad.
(Seguirá)

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