El 45 por ciento de la población alfabetizada en España declara no haber leído ni un solo libro el año pasado (ni nunca). Una buena parte del 45 por ciento restante confiesa hacerlo en ocasiones y consume lo que impone el mercado, es decir narrativa de fácil comprensión, directa y sencilla. Sólo un magro porcentaje asegura tener la lectura entre sus hábitos y muestra unos gustos más variados. Estos son los datos del estudio anual que realiza la Federación de Gremios de Editores de España, hecho público esta misma semana y que confirma una tendencia que no ha variado durante la última década: los españoles leen poco, rápido, como pasatiempo y por afinidad.
La literatura como entretenimiento y no como instrumento para el conocimiento y la reflexión o como estímulo emocional. Esa es la realidad inexcusable y un signo de la aniquilación de la curiosidad. La lectura deja de tener utilidad para convertirse en un mero divertimento. Y toda la estructura de la obra literaria se adapta a las necesidades del consumidor: mensaje sencillo, estructura esquemática, tramas comprensibles y ritmo ágil.
¿Por qué no lee la gente? Aunque todo influye en la decisión final, no creo que el precio de los libros (hoy es posible conseguir ejemplares a cualquier precio), el formato (quien no lee el papel no creo que lo haga en una pantalla) y los contenidos (hay para todos los gustos) sean determinantes en el interés de los ciudadanos por la lectura. Me inclino más por el desprecio hacia todo aquello que no proporcione unos beneficios inmediatos, y la lectura es un ejercicio de largo recorrido que exige una atención y, por lo tanto, un esfuerzo que no requieren otros medios de entretenimiento como el cine, la televisión o Internet.
La pereza que atenaza la voluntad del ciudadano que dedica la mayor parte de su tiempo a las exigencias cotidianas, le hace descartar actividades que supongan un sacrificio extraordinario en su tiempo de ocio. Dos datos incluidos en el estudio mencionado corroboran esta conclusión: las amas de casa son las que menos leen y, en cambio, aumenta el índice de lectura entre lo parados. Por lo tanto, cabe pensar que ocupación y lectura son incompatibles, pero nada más lejos de la realidad porque el auténtico motivo de esa indiferencia es la concepción de la lectura como un esfuerzo poco recompensado como corolario de la ausencia de hábito causada por una formación intelectual fallida.
Si el libro deja de ser un instrumento útil para la búsqueda de información durante el proceso educativo, es muy complicado que, superada esa etapa, se experimente el placer de la lectura. Y no creo que la introducción de los nuevos instrumentos tecnológicos en el ámbito educativo como medio didáctico sea el problema, sino el uso que se hace ellos. Internet es un medio muy apropiado de obtener la información necesaria para adquirir determinados conocimientos y mejorar la formación de los estudiantes; pero su empleo exclusivo reduce la perspectiva de los conocimientos, merma la capacidad metodológica, restringe el sentido analítico y obstruye la dimensión crítica, restando perspicacia al investigador y anulando su curiosidad. Muchos habrán que consideren que no es necesario leer todo un estudio sobre cualquier disciplina si en Internet es posible encontrar una síntesis adecuada a las exigencias de la materia que se les imparte y de quien la enseña. Y es cierto que es el medio más sencillo y rápido para obtener la información precisa para cubrir unas necesidades, pero con ello se renuncia a unas expectativas de conocimiento que sólo la lectura de las obras editadas en papel puede ofrecer. Por mucho que les pese a algunos, las bibliotecas siguen conteniendo mucha más información de la que se puede encontrar en la red (al menos de momento), y el proceso investigador pasa inexorablemente por esos lugares si es que se quiere poseer una visión lo más completa posible del asunto que se estudia. Complementar ambos medios revierte en un enriquecimiento del método científico y, a la vez, inculca el uso del libro como instrumento imprescindible para alcanzar la excelencia.
Y ello sienta las bases de un aprecio futuro por la lectura, al concebir el libro como algo familiar y no como ese objeto hostil que exige un esfuerzo agotador, que sólo se realiza por convencionalismo social o necesidad laboral. Es necesario entablar una amistad con el libro que sólo se puede conseguir cuando comienza el proceso educativo y, por supuesto, no sólo en la escuela.
Saber leer es, por eso, fundamental. Y me refiero a extraer todo el jugo al contenido de un libro, comprender el mensaje, la intención del autor, etc. No importa si lo que se lee es más o menos fútil, si el lector asimila el libro como una fuente de placer. Las preferencias por la literatura sencilla y directa no deben alarmar a nadie, pues ahí está la llave que permite el acceso al universo de las letras. El reto es lograr que cada vez más gente lea, y ya llegará el día en que esos lectores poco exigentes decidan explorar espacios literarios más complejos y descubrir así nuevas sensaciones además de obtener la íntima satisfacción por entender lo que leen. Es un proceso de superación que modela la capacidad intelectual del ciudadano y estimula su curiosidad por el camino de la audacia.
Sólo así es posible formar un espíritu crítico en la sociedad y dejar de ser ese país de cadáveres exquisitos y obedientes que desean los políticos para preservar su poder a costa del empobrecimiento cultural de su pueblo. Una sociedad instruida y curiosa abomina las doctrinas y los paradigmas, exige ser escuchada para exponer sus quejas, reproches y opiniones, y desarrolla un sentido crítico que la convierte en la auténtica juez de quienes les intentan gobernar. En definitiva, una sociedad que lee es una sociedad mucho más libre.
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