Es posible que esté equivocado, pero no recuerdo que el rey haya acudido alguna vez a un mitin o haya sido agasajado por un partido político, ya sea directamente o mediante alguna de sus fundaciones paralelas, antes de que esa fábrica de doctrina y paradigmas conocida como Faes se atreviera a convocarle para recoger un premio por su labor en aras de la libertad. No me extraña el caso, acostumbrada como está la derecha española a apropiarse y administrar a su antojo todos los símbolos de su nación -eso sí, siempre que la gestión quede lo suficientemente lejos de cualquier convocatoria electoral cuyo resultado establezca un escenario en el que los pactos con nacionalistas sean una opción-, pero sí que me duele observar la complacencia con la que mucha gente que tengo por sensata ha aceptado esta nueva muestra de cinismo y, por contra, comprobar una vez más con qué ufanía ensalzan el suceso los portavoces del conservadurismo calificándolo como un rasgo de normalidad democrática y ocultando astutamente la reacción que hubiesen mostrado en el caso de que el monarca -o su gabinete, que para eso está- agradeciera y sin embargo rechazara el homenaje. ¿También lo considerarían un rasgo de normalidad democrática o se lo reprocharían con ese discurso melifluo tan socorrido que emplean para etiquetar a todos aquellos que no aceptan su verdad revelada? Desde luego, me inclino por lo segundo.
La presencia del rey en semejante escenario confirma que el estado del miedo en el que han sumido a la sociedad esta pandilla de sofistas es patente, y si no se hace nada por remediarlo es muy posible que la deriva conduzca a la esclerotización de la voluntad y del sentido crítico. Una situación que con solo echar un vistazo a la Historia de España -algo que, por desgracia, no se hace con toda la frecuencia que sería necesaria- revelaría un enorme catálogo de peligros que se ciernen sobre nuestra joven estabilidad democrática, encabezado por la alienación de una sociedad cada vez más indiferente, adocenada e ignorante. Es el terreno perfecto para edificar el autoritarismo y la exclusión, por supuesto disfrazado de democracia.
Pero la democracia tal y como se concibe en España no es más que un juego en el que al pueblo sólo se le deja tirar los dados, como un requisito indispensable para mantener una imagen aceptable ante lo que algunos se empeñan en llamar mundo libre. Sin embargo, este es un juego adulterado, con los dados trucados, pues quien los arroja carece de el elemento fundamental para que todo funcione: sentido crítico. El jugador ya no es libre desde el preciso momento en que concibe como dogma las propuestas de cada partido; y así, cautivo, se convierte en adepto ya sea por esa obediencia esencial que caracteriza a los débiles de espíritu o por conveniencia. En medio de esa masa creciente de fieles se encuentran quienes aún poseen la virtud del análisis que confiere una voluntad intacta, aunque esa minoría instruida es cada vez más impotente debido a un sistema electoral que dispersa el voto.
Esa debilidad permite el esperpento y, así, aún no hemos sido capaces de colocar al franquismo en el lugar que le corresponde, considerando su vigencia como una expresión folclórica inofensiva. Y mientras tanto, la cobertura que la nueva extrema derecha concede a diario a ese tipo de ofensas da lugar a que aún se le conciba como una opción viable y se representen viejas escenas de exaltación de aquella dictadura con el beneplácito de la Iglesia católica y no pocos miembros de esa derecha democrática que se muestra comprensiva con ese pasado abyecto, apelando a una libertad pervertida y, sin embargo, amparada por la ley.
Nunca el espacio público se había mostrado tan cautivo de la sinrazón, asaltado por lunáticos que ejercen de salvaguardas de la decencia y los intereses de políticos ávidos de poder. Y si ya es preocupante la proliferación de medios de comunicación obsecuentes que hacen de la aporía su razón de ser por motivos partidistas o económicos, más lo es que instituciones públicas como las universidades se suban al carro y programen actividades en las que participan este tipo de personajes, movidas por la necesidad de convocar cuanta más audiencia mejor y justificar así la inversión menospreciando la verdadera naturaleza de su propuesta, que es tan sencilla como la formación de ese espíritu crítico y analítico tan raro hoy en día mediante la exposición de ideas -no paradigmas- y el debate constructivo -no la discusión tabernícola- con el objetivo de alcanzar puntos de encuentro que permitan a la sociedad acceder a una información lo más fidedigna posible y establecer las cuestiones precisas que conduzcan a la reflexión. Pero no es así. El prestigio de las convocatorias se mide por audiencias y así no vamos a ninguna parte.
Es cierto que todo el mundo tiene derecho a expresarse con libertad, pero no a hacerlo donde le plazca. Son quienes gestionan los foros públicos los que deben establecer los criterios para acceder a ellos y, si bien, siempre queda la oportunidad del debate, han de ser los ponentes quienes se responsabilicen de sus ideas siempre desde el rigor académico que confiere el conocimiento de la materia que se trate o eso tan denostado hoy en día por poco conveniente, tal es la autoridad. El foro público debe estar libre de dogmas o, al menos, éstos deben ser presentados como rebatibles y, sobre todo, aceptar esa controversia. Todo lo demás es abonar el desconcierto, estimular la militancia y, por lo tanto, renunciar a la libertad.
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